Realmente, ¿a alguien le importa?
Ayer fue uno de esos días. En que se amanece más susceptible que de costumbre. Es decir, uno de esos días en que las ganas de mandarlo todo al carajo son muchas -y se hacen acompañar de razones muy concluyentes- y también se cuestiona sobre la validez del esfuerzo, si lo que se ha hecho valdrá la pena, siquiera de algún oscuro modo, de alguna oculta manera.
Pensaba qué tiene de común mi tiempo, este espacio, mi situación geográfica, con la existencia de Perpetua y Felicitas. A quienes arrancaron de esta vida las astas enfebrecidas de una vaca salvaje, y después el hacha inexperta del verdugo. O quizá tan experta que buscaba -y consiguió- hacerlas sufrir más de la cuenta.
Qué tiene en común la leche que dábamos a mi hija, preparada con agua purificada, y aquella otra hambre, del niño de pecho que milagrosamente se cura del hambre y del ansia por los pechos maternos. Qué tiene en común mi ojo enfermo y prácticamente inservible, con el dolor -y la convicción- de Esteban, muerto a punta de piedra y odio. Cómo es posible que este mismo suelo, la misma tierra, la misma roca, sea lo último que vieron aquellos mártires, pasados a cuchillo ante el beneplácito de espectadores que alababan a un hombre-dios-romano en quien no creían.
Aquello, la muerte del Cristo, orquestada por el Sanedrín y cía, obedeció a un movimiento legítimo y coherente hasta el paroxismo. Si hoy ese mismo Cristo apareciera y vociferara que la iglesia como tal se ha apartado del camino, y no hace más la voluntad del Padre, hasta el mismo papa estaría dispuesto en hacerlo callar, con tal de conservar el orden inamovible que permite al statu quo mantener sus privilegios actuales.
Las cosas poco, o nada cambian.
Y por eso, ayer fue un día de esos. ¿Realmente, a alguien le importa? ¿Realmente esto vale la pena? Espero que sí. Eso espero.